Edición nº 71
Sobre la soledad absoluta |
La visita del
ángel
Los periodistas ya terminaron sus entrevistas, los editores
tomaron el tren de regreso a Zurich, los amigos con quienes había
cenado volvieron a sus casas; yo salgo a caminar por Ginebra. La
noche es particularmente agradable, las calles desiertas, los bares
y restaurantes llenos de vida, todo parece absolutamente tranquilo,
en orden, bonito, y de repente...
Y de repente me doy cuenta de que estoy absolutamente solo.
Es evidente que ya estuve solo muchas veces este año. Es
evidente que en algún lugar, a dos horas de vuelo, mi mujer
me espera. Es evidente que después de un día agitado
como el de hoy, nada mejor que caminar por las callejuelas y rincones
de la ciudad antigua, sin tener que hablar con nadie, apenas contemplando
la belleza que me rodea. Solo que esta noche, por alguna razón
que desconozco, este sentimiento de soledad es absolutamente opresor,
angustiante: no tengo con quien compartir la ciudad, el paseo, los
comentarios que me gustaría hacer.
Claro, tengo un teléfono celular en el bolsillo y un número
razonable de amigos aquí, pero creo que ya es muy tarde para
llamar a nadie. Considero la posibilidad de entrar en uno de los
bares, pedir algo para beber, y muy probablemente alguien me reconocerá
y me invitará a sentarme en su mesa. Pero pienso también
que es importante ir hasta el fondo de este vacío, de esta
sensación de que a nadie le importa si existimos o no, y
por eso continúo caminando.
Veo una fuente y recuerdo que estuve allí el año
pasado, con una pintora rusa que acababa de ilustrar un texto que
yo había escrito para Amnistía Internacional. Aquel
día casi no intercambiamos palabra alguna, solamente escuchamos
las gotas de agua y la música de un violín que llegaba
de lejos. Tanto yo como la pintora rusa estábamos inmersos
en nuestros pensamientos, pero ambos sabíamos que, aun cuando
distantes, no estábamos solos.
Camino un poco más, en dirección a la catedral.
Miro al otro lado de la calle, una ventana está semiabierta
y allí dentro puedo ver a una familia conversando; la sensación
de soledad aumenta avasalladoramente por causa de eso, el paseo
se ha transformado en un empeño de adentrarme en la noche,
buscando comprender lo que es sentirse absolutamente solo.
Empiezo a imaginar cuantos millones de personas en este momento
se están sintiendo completamente inútiles, miserables
- por más ricas, atractivas y encantadoras que sean - porque
también esta noche están solas, y ayer también,
y posiblemente estarán solas mañana. Estudiantes que
no encontraron con quien salir esta noche, personas de edad delante
de la TV como si fuese su última salvación, hombres
de negocios en sus cuartos de hotel, pensando si lo que hacen tiene
algún sentido, ya que todo lo que están sintiendo
ahora es la desesperación de estar solos.
Recuerdo un comentario hecho durante la cena: alguien que acababa
de divorciarse decía "ahora tengo toda la libertad con
la que siempre soñé". Es mentira. Nadie quiere
ese tipo de libertad. Todos queremos un compromiso, una persona
que esté a nuestro lado viendo las bellezas de Ginebra, discutiendo
las visiones de la vida, o hasta incluso compartiendo un sandwich.
Es mejor comer una mitad que comerlo entero, sin tener a nadie con
quien compartir nada, ni siquiera un poco de comida. Es mejor quedarse
con hambre que estar solo. Porque cuando estás solo - y me
refiero a la soledad no elegida, sino a la que estamos obligados
a aceptar - es como si no pertenecieras ya a la raza humana.
Comienzo a caminar hacia el lindo hotel del otro lado del río,
con su cuarto superconfortable, sus empleados atentos, su servicio
de primerísima calidad. Dentro de poco dormiré y mañana
esta extraña sensación - que no sé por que
razón - me atacó hoy, será apenas un recuerdo
remoto y extraño, porque no tendré ningún motivo
para decir "estoy solo".
En el camino de regreso me cruzo con otras personas solitarias;
observo que tienen dos tipos de mirada: arrogante (porque quieren
fingir que escogieron la soledad en esta bonita noche) o triste
(porque entienden que no hay nada peor en la vida). Pienso en hablarles,
pero sé que se avergüenzan de la propia soledad. Quizás
sea preferible que lleguen al límite y entonces entiendan
que es preciso atreverse, hablar con extraños, descubrir
lugares para encontrar personas, evitar ir a casa para mirar TV
o leer un libro - porque si hicieran eso, el sentido de la vida
estaría perdido, la soledad se habría transformado
en un vicio y a partir de entonces el largo camino de vuelta en
dirección al ser humano ya no sería encontrado nunca
más.