Edición nº 36
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el Aikido | Cuento:
El círculo de la alegría
Cuenta Bruno Ferrero que cierto día
un campesino golpeó con fuerza la puerta de un convento.
Cuando el hermano portero abrió, él le extendió
un magnífico racimo de uvas.
-Querido hermano portero, estas son
las más bonitas producidas por mi viñedo. Y vengo
aquí para regalarlas.
-¡Gracias! Las llevaré
inmediatamente al abad, que se alegrará con este ofrecimiento.
-¡No! Yo las he traído
para ti.
-¿Para mí?-. El hermano
se sonrojó porque consideraba que no merecía tan bello
presente de la naturaleza.
-¡Sí! - insistió
el campesino. - Porque siempre que golpeé esta puerta tú
me abriste. Cuando necesité ayuda porque la sequía
había destruido mi cosecha, tú me dabas todos los
días un pedazo de pan y un vaso de vino. Yo quiero que este
racimo de uvas te traiga un poco del amor del sol, de la belleza
de la lluvia y del milagro de Dios, que lo hizo nacer tan hermoso.
El hermano portero colocó el
racimo frente a él y pasó la mañana entera
admirándolo: era realmente precioso y por eso resolvió
entregar el regalo al Abad, que siempre lo había estimulado
con palabras de sabiduría.
El Abad se puso muy contento con las
uvas, pero se acordó de que había en el convento un
hermano enfermo y pensó:
"Le daré el racimo. Quizá
puede aportar alguna alegría a su vida".
Y así lo hizo. Pero las uvas
no permanecieron mucho tiempo en la habitación del hermano
enfermo, porque éste reflexionó:
"El hermano cocinero ha cuidado
de mí durante tanto tiempo, alimentándome con lo mejor
que tenía. Estoy seguro de que se alegrará con esto".
Cuando el hermano cocinero apareció
a la hora del almuerzo, trayendo su comida, él le entregó
las uvas.
-Son para ti- dijo el hermano enfermo.
- Como siempre estás en contacto con los productos que la
naturaleza nos ofrece, sabrás qué hacer con esta obra
de Dios.
El hermano cocinero quedó deslumbrado
con la belleza del racimo, e hizo que su ayudante observase la perfección
de las uvas. Tan perfectas - pensó él - que nadie
mejor que el hermano sacristán para apreciarlas; como él
era el responsable de la custodia del Santísimo Sacramento,
y muchos monasterios lo consideraban un hombre santo, sería
capaz de valorar mejor aquella maravilla de la naturaleza.
El sacristán, a su vez, obsequió
las uvas al novicio más joven, para que éste pudiera
entender que la obra de Dios está en los menores detalles
de la Creación. Cuando el novicio las recibió, su
corazón se inundó de la Gloria del Señor, porque
nunca había visto un racimo tan lindo. En ese momento se
acordó de la primera vez que había llegado al monasterio
y de la persona que le había abierto la puerta: había
sido ese gesto el que le había permitido estar hoy en aquella
comunidad de personas que sabían valorar los milagros.
Así, poco antes de caer la
noche, llevó el racimo de uvas al hermano portero.
Come y aprovecha - le dijo. Porque
pasas la mayor parte del tiempo aquí solo y estas uvas te
harán muy feliz.
El hermano portero comprendió
que aquel presente le había sido realmente destinado, saboreó
cada una de las uvas de aquel racimo y durmió feliz.
De esta manera, quedó cerrado
el círculo: el círculo de felicidad y alegría
que siempre se extiende en torno a las personas generosas.