Edición nº 33
La vuelta al mundo después de muerta
| Cuatro
historias judaicas
Siempre pensé en lo que sucede
cuando esparcimos alguna porción de nosotros mismos por la
Tierra. Ya me corté cabellos en Tokio , uñas en Noruega,
vi correr mi sangre de una herida al subir una montaña en
Francia. En mi primer libro "Los archivos del infierno"
(que jamás fue reeditado) especulaba un poco sobre el tema,
como si fuese necesario sembrar un poco del propio cuerpo en diversas
partes del mundo de manera que en una futura vida algo nos pareciese
familiar,
Recientemente leí en el diario
francés "Le Figaro" un artículo firmado
por Guy Barrett sobre un caso real acontecido en junio de 2001,
cuando alguien llevó hasta las últimas consecuencias
esta idea.
Se trata de la americana Vera Anderson,
que pasó toda su vida en la ciudad de Medford, Oregón.
Siendo ya de edad avanzada fue víctima de un accidente cardiovascular,
agravado por un enfisema de pulmón, lo que la obligó
a pasar años enteros dentro de un cuarto, siempre conectada
a un balón de oxígeno. Esto en sí ya es un
suplicio, pero en el caso de Vera la situación era aún
más grave porque había soñado con recorrer
el mundo y había guardado sus ahorros para hacerlo cuando
estuviera jubilada.
Vera consiguió ser trasladada
a Colorado, para poder pasar el resto de sus días en compañía
de su hijo Ross. Allí, antes de hacer su último viaje
- aquel del que jamás volvemos - tomó una decisión.
Ya que nunca había podido ni siquiera conocer su país,
viajaría entonces despúes de muerta.
Ross fue a ver al notario local y
registró el testamento de la madre: después de morir
le gustaría ser incinerada. Hasta aquí, nada de particular.
Pero el testamento continúa: sus cenizas debían ser
colocadas en 241 pequeñas bolsitas que serían enviadas
a los jefes de los servicios de correos de los 50 Estados americanos
y a cada uno de los 191 países del mundo - de modo que por
lo menos una parte de su cuerpo terminase visitando los lugares
que siempre soñó.
En cuanto Vera partió, Ross
cumplió su último deseo con la dignidad que se espera
de un hijo. En cada envío incluía una pequeña
carta donde pedía que dieran digna sepultura a su madre.
Todas las personas que recibieron
las cenizas de Vera Anderson trataron el pedido de Ross con respeto.
En los cuatro rincones de la Tierra se creó una silenciosa
cadena de solidaridad, donde simpatizantes desconocidos organizaron
ceremonias y ritos diversos, siempre tomando en cuenta el lugar
que a la fallecida señora le hubiera gustado conocer.
De esta manera las cenizas de Vera
fueron esparcidas en el lago Titicaca, en Bolivia, siguiendo las
antiguas tradiciones de los indios Aymara; en el río que
pasa frente al palacio real de Estocolmo, en las márgenes
del Choo Praya em Tailandia, en un templo sintoista en el Japón,
en los témpanos de la Antártida, en el desierto del
Sahara. Las hermanas de la caridad de un orfanato en la América
del Sur (el artículo no cita el país) rezaron durante
una semana
antes de esparcir las cenizas por el jardín, y después
decidieron que Vera Anderson debería ser considerada una
especie de ángel de la guarda del lugar.
Ross Anderson recibió fotos
desde los cinco continentes, de todas las razas, de todas las culturas,
mostrando a hombres y mujeres en el acto de honrar el último
deseo de su madre. Cuando vemos un mundo tan dividido como el de
hoy, donde pensamos que nadie se preocupa por los demás,
este último viaje de Vera Anderson nos llena de esperanza
al saber que aún existe respeto, amor y generosidad en el
alma de nuestro prójimo, por más distante que él
esté.