Edición nº 106

De la importacia de mirar  |  Prohibido prohibir

Prohibido prohibir

     En cuanto hubo terminado la conferencia en La Haya, se acercó un grupo de lectores. Querían que visitase la ciudad donde viven, ya que allí, según ellos, estaba teniendo lugar una experiencia única en Europa.
     Estoy vacunado contra todo tipo de “experiencias únicas,” pero al mismo tiempo, me encanta conversar con desconocidos. Así que quedamos para el día siguiente, pues mi vuelo a París no salía hasta bien entrada la tarde.
     Los lectores, dos muchachas y cuatro muchachos, que se comprometieron a dejarme en el aeropuerto en cuanto hubiese visto aquello “único en Europa”, me condujeron hasta la ciudad de Drachten. Salimos del coche, ellos se tomaron una cerveza, y yo un café. Me miraban sorprendidos, pero yo no entendía qué era lo que estaba pasando. Al cabo de un rato, uno de ellos preguntó:
     - ¿No ha observado nada especial?
     Una ciudad pequeña, bonita, con gente caminando por la calle, en un otoño que todavía parecía verano. Aparte de eso, igual a todas las otras ciudades de este mundo que conozco. Pagaron la cuenta, cruzamos la calle para ir a otro bar, pidieron que mirase de nuevo, y yo seguí viendo una Drachten muy agradable, e igual al resto de Europa.
     - Usted me ha decepcionado –dijo una de las muchachas-. Pensaba que usted creía en las señales.
     - Claro que creo en ellas.
     - ¿Y ha visto alguna señal aquí?
     - No.
     - ¡Pues de eso se trata! Drachten es una ciudad sin ningún tipo de señal.
     Su novio continuó:
     - ¡De tráfico!
     De repente, me di cuenta de que tenían toda la razón: no había la famosa placa de “Stop”, las rayas del paso de peatones, las señales de cruce y de “ceda el paso.” ¡No había un solo aparato de aquéllos que llamamos semáforos, con sus luces rojas, amarillas y verdes! Y, para mi sorpresa, ni siquiera existía la división entre acera y calzada. Y no es que hubiera poco movimiento: camiones, coches, bicicletas (omnipresentes en Holanda), peatones, todos parecían estar perfectamente organizados en medio de un lugar donde no había nada para poner orden en el tráfico. En ningún momento oí un insulto, frenazos repentinos, o bocinas ensordecedoras.
     Camino del aeropuerto, me contaron un poco más sobre la experiencia, que, debo admitirlo, es realmente singular. La idea nació de un ingeniero, Hans Mondermann. Este hombre trabajaba para el gobierno holandés en la década de los 70, cuando empezó a pensar que la única manera de reducir el creciente número de accidentes, era dar al conductor la total responsabilidad de lo que hacía.
     Su primera decisión consistió en reducir la longitud de las calles que pasaban por los pueblecitos, usar ladrillos rojos en lugar de asfalto, quitar la línea central que separa los dos sentidos, destruir los bordillos, y llenar las alamedas con fuentes y paisajes relajantes, de modo que las personas atrapadas en atascos pudiesen distraerse mientras esperaban. Inmediatamente después vino la decisión más radical: quitar las señales de tráfico, y acabar con el límite de velocidad.
     Al entrar en la ciudad, los 6.000 conductores que pasaban por allí diariamente se asustaban: ¿dónde puedo girar? ¿Quién tiene prioridad en esta vía? Y de este modo, empezaban a prestar el doble de atención a lo que sucedía a su alrededor? Dos semanas más tarde, la velocidad media estaba por debajo de los 30 km. por hora permitidos en localidades como Drachten. Mondermann apostaba fuerte:
     “Si un peatón va a cruzar la calle, por supuesto que los coches se detendrán: nuestros abuelos ya nos enseñaron las reglas de cortesía”.
     De momento, el tiempo le da la razón. Llegué al aeropuerto pensando que Mondermann no sólo realizó un experimento sobre el tráfico, sino algo mucho más profundo. A fin de cuentas, suya es la frase:
     “Si tratas a una persona como a un idiota, se comportará conforme al reglamento, y nada más. Pero si le das responsabilidad, sabrá usarla”.

 
Edición nº 106