Edición nº 95

En un bar de Tokio

En un bar de Tokio

     El periodista japonés me hace la pregunta de siempre:
     -¿Y cuáles son sus escritores favoritos?
     Yo doy la respuesta de siempre:
     - Jorge Amado, Jorge Luis Borges, William Blake, y Henry Miller.
     La traductora me mira asombrada:
     -¿Henry Miller?
     Pero enseguida se da cuenta de que su papel no es el de hacer preguntas, y sigue con su trabajo. Al final de la entrevista, quiero saber por qué se sorprendió tanto de mi respuesta. Le digo que aunque Henry Miller no sea hoy quizá un escritor “políticamente correcto,” a mí me abrió las puertas a un mundo gigantesco. Sus libros tienen una energía vital que pocas veces podemos encontrar en la literatura contemporánea.
     -No critico a Henry Miller; soy también admiradora suya –responde ella–. ¿Sabía usted que estuvo casado con una japonesa?
     Por supuesto: no me avergüenzo de ser un fanático y de intentar saberlo todo acerca de la vida de mis ídolos. Fui a una feria de libros sólo para encontrarme con Jorge Amado, viajé 48 horas en autocar para conocer a Borges (cosa que al final, por culpa mía, no ocurrió: en cuanto lo vi, me quedé paralizado y no pude decir nada), llamé al timbre de la portería de John Lennon en Nueva York (el portero me dijo que dejara una carta explicando el porqué de mi visita, y que Lennon ya me llamaría, algo que jamás sucedió). Tenía la intención de ir a Big Sur para ver a Henry Miller, pero falleció antes de que yo pudiese conseguir el dinero para el viaje.
     -La japonesa se llama Hoki -respondo orgulloso–. Sé también que en Tokio existe un museo dedicado a las acuarelas de Miller.
     -¿Le gustaría conocerla esta noche?
     ¡Vaya una pregunta! Pues claro que me gustaría estar cerca de alguien que convivió con uno de mis ídolos. Me imagino que recibe visitas de todo el mundo, solicitudes de entrevista... Al fin y al cabo, estuvieron casi 10 años juntos. ¿No resultará muy difícil pedirle que pierda su tiempo con un simple admirador de su marido? Pero si la traductora dice que es posible, podemos confiar en ella. Los japoneses siempre cumplen su palabra.
     Aguardo con ansiedad durante el resto del día, subimos a un taxi, y todo comienza a parecer extraño. Nos paramos en una calle donde nunca debe de dar el sol, ya que por encima pasa un viaducto. La traductora señala un bar vulgar y corriente en el segundo piso de un edificio que se está cayendo a pedazos.
     Subimos las escaleras, entramos en el bar, completamente vacío, y allí está Hoki Miller.
     Disimulando mi sorpresa, intento exagerar mi entusiasmo por su ex-marido. Ella me conduce a una sala que hay al fondo, donde ha creado un pequeño museo: algunas fotos, dos o tres acuarelas firmadas, un libro con dedicatoria, y nada más. Me cuenta que lo conoció cuando hacía el doctorado en Los Angeles y, para ganarse la vida, tocaba el piano en un restaurante, cantando canciones francesas (en japonés). Miller fue allí a cenar, le encantaron sus canciones (había pasado gran parte de su vida en París), salieron unas cuantas veces juntos, y él le propuso matrimonio.
     Observo que en el bar donde nos encontramos hay un piano, como si ella quisiera volver al pasado, al día en que se conocieron. Me cuenta anécdotas deliciosas de su vida en común, de los problemas debidos a la diferencia de edad entre los dos (Miller tenía más de 50 años; Hoki no había cumplido 20), del tiempo que pasaron juntos. Me explica que los herederos de otros matrimonios se quedaron con todo, hasta con los derechos de autor. Pero eso no tiene importancia: lo que ella vivió está más allá de la compensación financiera.
     Le pido que toque la misma música que, muchos años atrás, tanto atrajo a Miller. Ella lo hace con lágrimas en los ojos, y canta “Hojas Muertas” (Feuilles Mortes).
     La traductora y yo nos sentimos conmovidos. El bar, el piano, y el eco, en las paredes desnudas, de la voz de Hoki, a quien no le importa la gloria de las otras ex-mujeres, ni los ríos de dinero que deben generar los libros de Miller, ni la fama mundial de la que podría estar disfrutando.
     “No valía la pena luchar por la herencia: bastó el amor” dice al final, entendiendo lo que sentíamos. Sí, por la completa ausencia de amargura o rencor, comprendo que bastó el amor.

 
Edición nº 95