Edición nº 94

En busca de mi isla

En busca de mi isla

     Mirando a la multitud que se reunió para que yo les diera un autógrafo en mayo de 2003, en un mega almacén de los Campos Elíseos, pensaba: “¿Cuántos de ellos han tenido las mismas experiencias que yo describo en mis libros?”
     Muy pocos. Tal vez uno o dos. De todas maneras, la mayoría se sentía identificada con lo que pasaba en esos textos.
     Escribir es una de las actividades más solitarias del mundo. Una vez cada dos años, frente al computador, miro al mar desconocido de mi alma y veo que allí existen algunas islas-ideas que se pueden desarrollar y que están listas para ser exploradas. Entonces tomo mi barco –llamado Palabra– y resuelvo navegar hacia la que está más próxima. En el camino me enfrento con corrientes, vientos y tempestades, y continúo remando, exhausto, aunque soy consciente que estoy alejándome de mi ruta original: la isla a la que pretendía llegar ya no está en mi horizonte.
     De todas maneras no doy vuelta atrás, continúo de cualquier manera o si no quedaré perdido en medio del océano. En este momento me llegan a la cabeza una serie de escenas aterradoras, como pasar el resto de la vida hablando del pasado o criticando amargamente a los nuevos escritores, simplemente porque ya no tengo el valor de publicar nuevos libros. ¿Mi sueño no era ser escritor? Pues debo continuar creando frases, párrafos, capítulos; escribiendo hasta la muerte, sin dejarme paralizar por las noticias, por la derrota, por las trampas. De lo contrario ¿cuál es el sentido de mi vida? ¿Comprarme un molino en el sur de Francia y quedarme cuidando el jardín? ¿Dar conferencias porque es más fácil hablar que escribir? ¿Retirarme del mundo de manera calculada, misteriosa, para crear una leyenda a mi alrededor que me dará muchas alegrías?
     Movido por estos pensamientos tenebrosos descubro una fuerza y un valor que desconocía tener, que me ayudan a aventurarme por el lado desconocido de mi alma, y dejándome llevar por la corriente termino anclando mi barco en la isla a donde fui llevado. Paso días y noches describiendo lo que veo, preguntándome por qué estoy actuando así, diciendo a cada instante que no vale la pena el esfuerzo, que no necesito probarle nada a nadie, que ya conseguí lo que deseaba y mucho más de lo que soñaba.
     Veo que el proceso del primer libro se repite siempre: alrededor de las nueve de la mañana, preparado para sentarme en el computador inmediatamente después de un café, decido leer periódicos, salir a caminar e ir hasta el bar más próximo a conversar con la gente. Vuelvo a la casa, miro el computador y recuerdo que necesito hacer varias llamadas; miro de nuevo el computador pero ya es la hora del almuerzo, y aunque debía estar escribiendo desde las once de la mañana, ahora necesito dormir un poco, hasta las cinco de la tarde. Finalmente lo enciendo, reviso el correo electrónico y me doy cuenta que hay un daño en mi conexión con Internet, sólo me queda salir e ir a un lugar que queda a diez minutos de la casa donde es posible conectarme, ¿pero no será que antes, para librar a mi conciencia del sentimiento de culpa, debería escribir por lo menos media hora?
     Comienzo por obligación, pero de repente “el misterio” toma cuenta de mí y no me detengo más. La empleada me llama para comer, le digo que no me interrumpa; una hora después vuelve a llamarme, estoy con hambre, solamente una línea más, una frase, una página. Al sentarme en la mesa el plato está frío; como rápidamente y vuelvo al computador. Ahora ya no controlo mis pasos, la isla está siendo develada, soy empujado de un lado a lado a través de sus caminos, encontrándome con cosas que nunca había pensado o soñado. Tomo café, tomo más café; a las dos de la mañana, finalmente, dejo de escribir porque mis ojos están cansados.
     Me acuesto y permanezco más de una hora tomando notas de cosas que utilizaré en el próximo párrafo y que probablemente siempre serán inútiles: apenas sirven para despejar mi cabeza hasta que el sueño venga. Me prometo a mí mismo que mañana a las once comenzaré sin falta. Y al día siguiente sucede lo mismo: paseo, charla, almuerzo, dormir, culpa, rabia por tener dañada la conexión a Internet, conseguir la primera página, etc.
     En El Zahir, el personaje principal se hace exactamente la misma reflexión: escribir es perderse en el mar y descubrir, precisamente, una historia no contada y tener la tentación de compartirla con los demás. Y reconocerse en el momento de mostrársela a personas nunca vistas o que existen en mi alma. En el libro, un escritor famoso, espiritual, que lo tiene todo, pierde exactamente aquello que le es más valioso: el amor. Siempre me pregunté qué sería del hombre si no tuviese con quién soñar, ahora intento responderme está pregunta a mí mismo.
     Antiguamente, cuando leía biografías de escritores, encontraba que intentaban adornar la profesión al decir que “un libro se escribe” o que “el escritor es apenas un dactilógrafo”. Hoy sé que eso es absolutamente cierto, nadie sabe por qué la corriente nos llevó a determinada isla, y no a aquella a la que soñábamos llegar. Empiezan las revisiones obsesivas, los cortes, y cuando ya no soporto más leer las mismas palabras, envío el manuscrito al editor, que lo revisa una vez más y lo publica.
     Y para mi asombro, otras personas estaban buscando aquella isla y la encontraron en el libro. Una le cuenta a otra: una cadena misteriosa se expande. Y aquello que el escritor juzgaba ser un trabajo solitario se transforma en un puente, en un barco, en un medio por el que las almas transitan y se comunican.
     A partir de ese instante ya no soy un hombre perdido en medio de la tempestad: me encuentro conmigo mismo a través de mis lectores, entiendo lo que escribí cuando veo que otros entienden lo nunca antes dicho. En algunos raros momentos, como aquel que está por suceder dentro de poco, puedo mirar a algunas de estas personas a los ojos y comprender que también mi alma ya no está sola.
     Una vez vi a un entrevistador preguntarle a Paul Mc Cartney: “¿Usted podría resumir el mensaje de Los Beatles en una sola frase?”. Yo, cansado de escuchar esta pregunta, creí que Mc Cartney sería irónico, pues ¿cómo es posible resumir todo un trabajo si el ser humano es tan complejo?
     Pero Paul respondió: “Puedo”. Y continuó: “Todo lo que usted necesita es amor (All you need is love). ¿Debo probárselo?”
     El entrevistador dijo que no. La verdad, él había dicho todo, y El Zahir es un libro sobre eso.

 
Edición nº 94