Edición nº 93
El vecino y los árboles
Mi antiguo molino, en la pequeña aldea de los Pirineos, tiene una hilera de árboles que lo separa de la hacienda de al lado. Un día apareció el vecino. Debía de tener unos setenta años. A cada instante lo veía trabajando con su mujer en la labranza, y me decía que ya era hora de que descansaran.
El vecino, muy amable, dijo que las hojas secas de mis árboles caían en su tejado, y que yo tenía que talarlos.
Me quedé muy sorprendido: ¿cómo es posible que una persona que se ha pasado la vida en contacto con la naturaleza quiere que destruya algo que tardó tanto en crecer, simplemente porque, dentro de diez años, eso puede causarle un problema a sus tejas?
Lo invito a un café. Le digo que me hago responsable, que si algún día esas hojas secas (que serán barridas por el viento y el verano) le causan cualquier daño, yo me encargaré de mandar construir un tejado nuevo. El vecino responde que eso le da igual: él quiere que tale los árboles. Me enfado un poco; digo que prefiero comprarle la hacienda.
-Mi tierra no está en venta –responde.
-Pero si con ese dinero podría comprarse una casa excelente en la ciudad, vivir allí el resto de sus días con su mujer, sin enfrentarse a inviernos rigurosos y cosechas perdidas.
-La hacienda no está en venta. Nací y crecí aquí, y estoy muy viejo para mudarme.
Sugiere que venga un perito de la ciudad a evaluar el caso y que decida él. A fin de cuentas, somos vecinos.
Cuando se va, mi primera reacción es acusarlo de insensibilidad y falta de respeto hacia la Madre Tierra. Después, me pica la curiosidad: ¿por qué no aceptó vender la tierra? Y antes de que termine el día, entiendo que su vida sólo tiene una historia y que no quiere cambiarla. Irse a la ciudad significa también sumergirse en un mundo desconocido, con otros valores, que tal vez mi vecino se considera demasiado viejo para aprender.
¿Le sucede eso sólo a mi vecino? No. Creo que le sucede a todo el mundo: a veces estamos tan apegados a nuestro modo de vida, que rechazamos una gran oportunidad porque no sabemos cómo utilizarla. En su caso, su hacienda y su aldea son los únicos lugares que conoce, y no le merece la pena arriesgarse. En el caso de la gente que vive en la ciudad, piensan que hay que obtener un título universitario, casarse, tener hijos, conseguir que los hijos obtengan también su título universitario, y así en adelante. Nadie se pregunta: “¿puedo hacer algo diferente?”
Recuerdo que mi barbero trabajaba día y noche para que su hija pudiese acabar el curso de sociología. Ella terminó sus estudios, y después de llamar a muchas puertas, consiguió un puesto de secretaria en una empresa de cemento. Aun así, mi barbero decía, orgulloso: “mi hija tiene un título.”
La mayoría de mis amigos, y dos de los hijos de mis amigos, también tienen un diploma. Eso no quiere decir que consiguieran trabajar en lo que querían, sino al contrario. Entraron y salieron de una universidad porque alguien, en una época en que las universidades eran importantes, decía que para ascender en la vida hacía falta tener una carrera. Y así fue cómo el mundo dejó de tener excelentes jardineros, panaderos, anticuarios, escultores, escritores. Tal vez va siendo hora de revisar eso: son los médicos, ingenieros, científicos, abogados, quienes tienen que realizar un curso superior.
Pero, ¿acaso todo el mundo tiene que hacerlo? Dejo que los versos de Robert Frost den la respuesta:
“Dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo,
yo tomé el menos transitado
y eso hizo toda la diferencia.”
P.D. – para terminar la historia del vecino: vino el perito y, para mi sorpresa, mostró una ley francesa que obliga a que todo árbol esté plantado a un mínimo de tres metros de la propiedad ajena. Mis árboles estaban a dos metros, así que tuve que talarlos.