Edición nº 83
De la importancia de los demás
La brasa solitaria
Juan iba siempre a los servicios dominicales de su parroquia. Pero como empezó a parecerle que el pastor decía siempre lo mismo, dejó de frecuentar la iglesia
Dos meses más tarde, en una fría noche de invierno, el pastor fue a visitarlo.
“Debe de haber venido para intentar convencerme de que vuelva”, se dijo Juan. Se le ocurrió que no podía aducir el verdadero motivo: lo repetitivos que eran los sermones. Tenía que encontrar una disculpa, y mientras pensaba, colocó dos sillas delante de la chimenea y se puso a hablar del tiempo.
El pastor no decía nada. Juan, tras intentar en vano mantener la conversación un rato, se calló también. Los dos se quedaron en silencio, contemplando el fuego durante casi media hora.
En ese momento se levantó el pastor, y con ayuda de una rama que aún no había llegado a arder, apartó una brasa y la colocó lejos del fuego.
La brasa, al no tener suficiente calor para seguir ardiendo, empezó a apagarse. Juan, con gran rapidez, la tiró de nuevo al centro del hogar.
-Buenas noches –dijo el pastor, levantándose para marcharse.
-Buenas noches y muchas gracias –respondió Juan-. La brasa lejos del fuego, por muy brillante que sea, acaba apagándose rápidamente.
“El hombre lejos de sus semejantes, por muy inteligente que sea, no conseguirá conservar su calor y su llama. El domingo que viene volveré a la iglesia”.
La ratonera
Con gran preocupación vio el ratón que el dueño de la hacienda había comprado una ratonera: ¡había decidido matarlo!
Comenzó a alertar a todos los otros animales:
-¡Cuidado con la ratonera! ¡Cuidado con la ratonera!
La gallina, al oír los gritos, le dijo que se callara:
-Mi querido ratón, sé que para ti eso es un problema, pero a mí no me puede afectar en absoluto. Así que no armes tanto escándalo.
El ratón fue a hablar con el cerdo, que, al ver su sueño interrumpido, se sintió molesto.
-¡Hay una ratonera en la casa!
-Entiendo tu preocupación, y me solidarizo contigo –respondió el cerdo–. Por lo tanto, te prometo que te tendré presente en mis oraciones esta noche; más no puedo hacer por ti.
Más solitario que nunca, el ratón fue a pedir ayuda a la vaca.
-Mi querido ratón, ¿qué tengo yo que ver con eso? ¿Has visto alguna vez que una vaca haya muerto en una ratonera?
Al ver que no conseguía la solidaridad de nadie, el ratón volvió a su casa de la hacienda, se escondió en su agujero, y se pasó la noche entera en vela, con miedo de que le sucediese una tragedia.
Durante la madrugada, se oyó un barullo: ¡la ratonera acababa de atrapar algo!
La mujer del hacendado bajó a ver si había muerto el ratón. Como estaba oscuro, no vio que lo que había caído en la trampa era una serpiente venenosa. Cuando se acercó, la serpiente le mordió.
El hacendado, al oír los gritos de la mujer, se levantó y la llevó inmediatamente al hospital. Allí recibió tratamiento, y después volvió a casa.
Sin embargo, seguía con fiebre. Como sabía que no hay mejor remedio para el enfermo que un buen caldo, el hacendado mató a la gallina.
La mujer empezó a recuperarse, y como los dos eran muy queridos en la región, los vecinos acudieron a visitarlos. Ante tal demostración de cariño, el hacendado, agradecido, mató al cerdo para poder dar ofrecer una comida a sus amigos.
Finalmente, la mujer terminó de recuperarse, pero los costes del tratamiento habían sido muy altos. El hacendado tuvo que llevar su vaca al matadero para pagar, con el dinero recaudado con la venta de la carne, todos los gastos.
El ratón, testigo de todo aquello, no dejaba de pensar:
“Y bien que se lo advertí. ¿No habría sido mejor si la gallina, el cerdo y la vaca hubiesen comprendido que el problema de uno de nosotros nos pone a todos en peligro?”