Edición nº 72
Una breve historia de Buda
Sidarta - cuyo nombre significa "aquel que alcanza su objetivo"
- nació en una familia noble, alrededor del año 560
a.C., en la ciudad de Kapilavastu, en Nepal.
Cuenta la leyenda que en el momento en que su madre hacía
el amor con su padre, tuvo una visión: seis elefantes, cada
uno con una flor de loto en el lomo, caminaban hacia ella Un instante
después, Sidarta era concebido.
Durante la gestación, la reina Maya, su madre, decidió
convocar a los sabios de su reino para interpretar la visión
que había tenido, y ellos fueron unánimes al afirmar
que la criatura que estaba por llegar sería un gran rey y
un gran sacerdote.
Sidarta tuvo una infancia y una adolescencia muy parecida a la
nuestra: sus padres no querían, de ninguna manera, que él
conociera la miseria del mundo. Así, vivía confinado
entre los muros del gigantesco palacio donde sus padres habitaban
y donde todo parecía perfecto y armonioso. Se casó,
tuvo un hijo, y solo conocía los placeres y delicias de la
vida.
Sin embargo, cuando cumplió 29 años, pidió
cierta noche a uno de los guardas que lo llevara hasta la ciudad.
El guarda se opuso, ya que ello podía enfurecer al rey, pero
Sidarta insistió tanto que el hombre terminó por ceder,
y los dos salieron.
Lo primero que vieron fue un viejo mendigo, de mirada triste,
pidiendo limosna. Más adelante encontraron un grupo de leprosos
y a continuación pasó un cortejo fúnebre. "¡Nunca
había visto esto!" debió comentar con el guarda,
quien posiblemente replicó "Pues se trata de la vejez,
la enfermedad y la muerte". De regreso al palacio, se cruzaron
con un hombre santo, con la cabeza rasurada y cubierto apenas con
un manto amarillo que decía: "la vida me aterroriza,
por eso renuncié a todo para no tener que reencarnarme y
sufrir nuevamente la vejez, la enfermedad y la muerte".
La noche siguiente, Sidarta esperó a que su mujer y su
hijo estuvieran dormidos. Entró silenciosamente en el cuarto,
los besó, y volvió a pedir al guarda que lo condujese
fuera del palacio. Una vez allí le entregó su espada
con un puño lleno de piedras preciosas y su ropa hecha del
tejido más fino que la mano humana pudiera tejer, y le pidió
que lo devolviese todo a su padre. A continuación se rapó
la cabeza, cubrió su cuerpo con un manto amarillo y partió
en busca de una respuesta para los dolores del mundo.
Durante muchos años vagó por el norte de la India,
encontrándose con monjes y hombres santos que deambulaban
por allí, y aprendiendo las tradiciones orales que hablaban
de reencarnación, ilusión y pago de los pecados cometidos
en vidas pasadas (karma). Cuando juzgó que ya había
aprendido lo suficiente, se construyó un refugio en las márgenes
del río Nairanjana, donde vivía haciendo penitencia
y meditando.
Su estilo de vida y su fuerza de voluntad terminaron atrayendo
la atención de otros hombres en busca de la verdad, que vinieron
a su encuentro para pedirle consejos espirituales. Pero después
de seis largos años, todo lo que
Sidarta podía percibir era que su cuerpo estaba cada vez
más débil y las constantes infecciones no le permitían
meditar como deseaba.
Cuenta la leyenda que, cierta mañana, al entrar en el río
para lavarse, ya no tuvo fuerzas para levantarse; cuando se iba
a morir ahogado, un árbol curvó sus ramas permitiendo
que él se agarrase y no fuese llevado por la corriente. Exhausto,
consiguió llegar hasta la orilla, donde se desmayó.
Horas después pasó por el lugar un campesino que
vendía leche y le ofreció un poco de alimento. Sidarta
aceptó ante el horror de los otros hombres que vivían
junto a él. Considerando que aquel santo no había
tenido fuerzas para resistir la tentación, decidieron abandonarlo
inmediatamente. Pero él bebió de buen grado la leche
que le era ofrecida, pensando que aquello era una señal de
Dios y una bendición de los cielos.
Animado por el alimento que acababa de tomar no dio importancia
a la partida de los antiguos discípulos; se sentó
junto a una higuera y resolvió continuar meditando sobre
la vida y el sufrimiento. Para ponerlo a prueba, el dios Mara envió
a tres de sus hijas que procuraron distraerlo con pensamientos sobre
el sexo, la sed y los placeres de la vida. Pero Sidarta estaba tan
absorto en su meditación que no se dio cuenta de nada: en
aquel momento estaba teniendo una especie de revelación,
recordando todas sus vidas pasadas. A medida que lo hacía,
recordaba también las lecciones que había olvidado
(ya que todos los hombres aprenden lo necesario, pero raramente
son capaces de utilizar lo que aprendieron).
En su estado de éxtasis experimentó el Paraíso
(Nirvana), donde "no hay tierra, ni agua, ni fuego, ni aire,
que no es este mundo ni otro mundo, y donde no existe ni sol, ni
luna, ni nacimiento, ni muerte. Allí está el fin de
todo el sufrimiento del hombre".
Al finalizar aquella mañana, él había alcanzado
el verdadero sentido de la vida y se había transformado en
Buda (el iluminado). Pero en lugar de permanecer en ese estado durante
el resto de sus días, decidió regresar a la convivencia
humana y enseñar a todos lo que había aprendido y
experimentado.
Aquel que antes se llamaba Sidarta - ahora transformado en Buda
- dejó atrás el árbol bajo cuyas ramas había
conseguido alcanzar la iluminación y partió hacia
la ciudad de Sarnath, donde se encontró con sus antiguos
compañeros y dibujó un círculo en el suelo
para representar la rueda de la existencia que lleva constantemente
al nacimiento y a la muerte. Explicó que no había
sido feliz siendo un príncipe que lo poseía todo,
pero que tampoco había aprendido la sabiduría a través
de la renuncia total. Lo que el ser humano debía buscar para
alcanzar el Paraíso era el llamado "camino del medio":
ni procurar el dolor ni ser esclavo del placer.
Los hombres, impresionados por aquello que oían de Buda,
decidieron seguirlo, peregrinando de ciudad en ciudad. A medida
que escuchaban la buena nueva, más y más discípulos
se añadían al grupo, y Buda comenzó a organizar
comunidades de devotos, partiendo del principio de que ellos podían
ayudarse mutuamente en los deberes del cuerpo y del espíritu.
En uno de estos viajes, regresó a su ciudad natal, y su
padre sufrió mucho al verlo pidiendo limosna. Pero él
besó sus pies diciendo: "Usted pertenece a un linaje
de reyes, pero yo pertenezco a un linaje de Budas, y miles
de ellos también vivían de limosnas". El rey
se acordó de la profecía que había sido hecha
durante su concepción, y se reconcilió con él.
También su hijo y su mujer, que durante muchos años
se habían quejado por haber sido abandonados, terminaron
por comprender su misión, y fundaron una comunidad dedicada
a transmitir sus enseñanzas.
Cuando estaba a punto de cumplir los ochenta años de edad
comió un alimento en mal estado y supo que moriría
intoxicado. Ayudado por los discípulos, consiguió
viajar hasta Kusinhagara, donde se acostó por última
vez al lado de un árbol.
Buda llamó a su primo, Ananda, y le dijo:
"Estoy viejo, y mi peregrinación en esta vida está
a punto de finalizar. Mi cuerpo se parece un carruaje muy usado
que se mantiene funcionando apenas porque algunas de sus piezas
están atadas con tiras de cuero. Pero ahora, basta, es el
momento de partir."
Después se dirigió a sus discípulos y quiso
saber si alguien tenía alguna duda. Nadie dijo nada. Tres
veces repitió la pregunta, pero todos permanecieron en silencio.
Buda murió sonriendo. Sus enseñanzas, hoy codificadas
en forma de religión filosófica, están esparcidas
por toda Asia. Consisten en esencia en una profunda comprensión
de uno mismo y un gran respeto por el prójimo.
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