Edición nº 48
Dos historias del desierto
El llanto de la arena | La
nube y la duna
En cuanto llegó a Marrakech, el misionero decidió
que todas las mañanas daría un paseo por el desierto
que comenzaba tras los límites de la ciudad. En su primera
caminata, vio a un hombre estirado sobre la arena, con la mano acariciando
el suelo y el oído pegado a tierra.
"Es un loco" pensó.
Pero la escena se repitió todos los días, por lo
que, pasado un mes, intrigado por aquella conducta extraña,
resolvió dirigirse a él. Con mucha dificultad - ya
que aún no hablaba árabe con fluidez - se arrodilló
a su lado y le preguntó:
- ¿Qué es lo que está usted haciendo?
- Hago compañía al desierto, y lo consuelo por su
soledad y sus lágrimas.
- No sabía que el desierto fuese capaz de llorar.
- Llora todos los días, porque sueña con volverse
útil para el hombre y transformarse en un inmenso jardín,
donde se puedan cultivar flores y toda clase de plantas y cereales.
- Pues dígale al desierto que él cumple bien su
misión - comentó el misionero. - Cada vez que camino
por aquí, comprendo mejor la verdadera dimensión del
ser humano, pues su espacio abierto me permite ver lo pequeños
que somos ante Dios.
Cuando contemplo sus arenas, imagino a los millones de personas
en el mundo que fueron creadas iguales, aunque no siempre el mundo
sea justo con todas. Sus montañas me ayudan a meditar. Al
ver el sol nacer en el horizonte, mi alma se llena de alegría,
y me aproximo al Creador.
El misionero dejó al hombre y volvió a sus quehaceres
diarios. Cual no fue su sorpresa al encontrarlo a la mañana
siguiente en el mismo lugar y en la misma posición.
- ¿Ya transmitió al desierto todo lo que le dije?
- preguntó.
El hombre asintió con un movimiento de cabeza.
- ¿Y aún así continúa llorando?
- Puedo escuchar cada uno de sus sollozos. Ahora llora porque
pasó miles de años pensando que era completamente
inútil, y desperdició todo ese tiempo blasfemando
contra Dios y su destino.
- Pues explíquele que, a pesar de que el ser humano tiene
una vida mucho más corta, también pasa muchos de sus
días pensando que es inútil. Raramente descubre la
razón de su destino, y casi siempre considera que Dios ha
sido injusto con él. Cuando llega el momento en que, finalmente,
algún acontecimiento le demuestra el porqué y para
qué ha nacido, considera que es demasiado tarde para cambiar
de vida, y continúa sufriendo. Y, al igual que el desierto,
se culpa por el tiempo que perdió.
- No sé si el desierto me escuchará - dijo el hombre.
Él ya está acostumbrado al dolor, y no consigue ver
las cosas de otra manera.
- Entonces vamos a hacer lo que yo siempre hago cuando siento
que las personas han perdido la esperanza. Vamos a rezar.
Ambos se arrodillaron y rezaron; uno se giró en dirección a la Meca porque era musulmán, el otro juntó las manos en plegaria porque era católico. Cada uno rezó a su Dios, que siempre fue el mismo Dios, aunque las personas insistieran en llamarlo con nombres diferentes.
Al día siguiente, cuando el misionero retomó su paseo matinal, el hombre ya no estaba allí. En el lugar donde acostumbraba a abrazar la arena, el suelo parecía mojado, ya que había nacido una pequeña fuente. En los meses subsiguientes, esta fuente creció y los habitantes de la ciudad construyeron un pozo en torno de ella.
Los beduinos llaman al lugar "Pozo de las lágrimas del desierto". Dicen que todo aquel que beba su agua conseguirá transformar el motivo de su sufrimiento en la razón de su alegría: y terminará encontrando su verdadero destino.