Edición nº 235
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La llegada
La llegada, la difícil llegada. Cuando se camina poco, el deseo de regresar enseguida para casa, pero cuando se camina bastante, sentimos un deseo inmenso de continuar avanzando hasta caer de puro cansancio.
En el avión de regreso a Brasil, me he dedicado a pensar en cosas absurdas: una de ellas ha sido el equipaje. Durante estos 90 días de viaje, celebrando los 20 años de mi peregrinación por el Camino de Santiago, he hecho la maleta 44 veces. Y la he deshecho otras tantas –o sea, que 88 veces he estado ahí, abriendo o cerrando la misma cremallera, mirando lo que llevaba, preguntándome a mí mismo si me faltaba algo, o si me habría excedido con el número de camisetas y calcetines.
Sin duda, debería tener cosas más interesantes en que pensar, pero mi corazón está vacío.
Mi corazón está completamente vacío ahora, mientras contemplo la playa de Copacabana. Lo único que logro ver es mi tierra, el océano, escuchar de nuevo a la gente hablando en portugués, alegrarme por pisar el suelo sobre el que nací, y al mismo tiempo dejarme llevar por esta sensación misteriosa de ser un extraño para mí mismo.
-Eso es malo.
Yo respondo: eso es estupendo. Únicamente los corazones vacíos pueden llenarse de cosas nuevas. Y después de todo este recorrido que me llevó por cuatro continentes, el hecho de estar tan sólo pensando en cuántas veces he hecho y he deshecho la maleta no es exactamente un problema. Mi corazón va a ir completándose con todo lo que he vivido; pero para eso necesito tiempo, y no pretendo acelerar el proceso.
Cuando terminé el Camino de Santiago, en 1986, me quedé seis meses en Madrid, con esa misma sensación. Estoy acostumbrado, y eso no me asusta, porque sé que en algún momento entenderé lo que acabo de vivir. Esa es la decisión que tomé en un momento determinado de mi vida, y a la que debo apostarlo todo: las respuestas irán surgiendo a medida que crea que nada ocurrió por casualidad, que todo tiene un sentido.
Todo estudiante de filosofía conoce el ateísmo presente en la obra del filósofo francés Jean-Paul Sartre. Pocos conocen un pequeño texto que escribió en Las palabras:
«Yo necesitaba a Dios. Él me fue dado, y yo lo recibí sin comprender bien qué era lo que buscaba. Entonces, como mi corazón no le permitió echar raíces en él, Dios acabó muriendo en mi interior.
»Hoy, cuando lo mencionan, yo digo –como si fuera un viejo intentando revivir una vieja llama: “Hace cincuenta años, si no se hubiera dado un malentendido, si no se hubiesen producido algunos equívocos, si no hubiera ocurrido el accidente que acabó separándonos, ambos habríamos vivido una bella historia de amor”».
En estos momentos, estoy viviendo una aventura amorosa con la Divinidad.
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