Edición nº 231
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Entre Ekaterimburgo y Novosibirsk
Mi nuevo libro, El Aleph (que va a publicarse en Brasil en 2010 y en el resto del mundo en 2011) describe mi recorrido espiritual durante mi travesía por Asia, en 2006. Para escribirlo, tuve que consultar una serie de anotaciones que había tomado en aquella época.
Llegué a mi vagón del Transiberiano cargado de libros, suponiendo que dispondría de mucho tiempo durante los 9.228 kilómetros que iba a recorrer en tren. Pero descubrí muy pronto que no me sería posible ni leer ni escribir debido al movimiento y a la falta de buenos amortiguadores. Así que lo único que me restaba era pensar, y tomar notas de algunos pensamientos cuando parábamos en una estación.
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Una de las personas del tren me muestra una oración que, según él, apareció entre las pertenencias personales de un judío, muerto en un campo de concentración:
«Señor: cuando vengas en toda tu gloria, no te acuerdes apenas de los hombres de buena voluntad; acuérdate también de los hombres de mala voluntad.
»Y, el día del Juicio, no te acuerdes apenas de las crueldades, malos tratos y violencias que éstos hicieron: acuérdate también de los frutos que dimos como consecuencia de lo que ellos nos hicieron. Acuérdate de la paciencia, del valor, de la confraternización, de la humildad, de la grandeza de alma, y de la fidelidad que nuestros verdugos acabaron despertando en nuestras almas.
»Permite por tanto, Señor, que los frutos que nosotros dimos puedan servir para salvar las almas de los hombres de mala voluntad».
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He de vivir todas las gracias que Dios me ha dado hoy. La gracia no puede ahorrarse. No existe un banco en el que podamos ingresar las gracias recibidas, para emplearlas más adelante a nuestro antojo. Si no aprovecho estas bendiciones, voy a perderlas irremediablemente.
Dios sabe que somos artistas de la vida. Un día nos da un formón de escultor, otro nos da pinceles y un lienzo, otro, una pluma para escribir. Pero nunca lograremos usar el formón en lienzos, ni la pluma en esculturas. A cada día, su milagro. Tengo que aceptar las bendiciones de hoy, para crear lo que tengo; si hago esto sin apego y sin culpa, mañana recibiré más.
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La vida es como una gran carrera de ciclismo, que tiene por meta el cumplimiento de la Leyenda Personal.
En la salida, estamos todos juntos – compartiendo camaradería y entusiasmo. Pero, a medida que se desarrolla la carrera, la alegría inicial da paso a los verdaderos desafíos: el cansancio, la monotonía, las dudas sobre la propia capacidad.
Nos damos cuenta de que algunos amigos han abandonado el desafío; aún están corriendo, pero sólo porque no pueden parar en el medio de una carretera. Son numerosos, pedalean al lado del coche de apoyo, conversan entre sí, y cumplen con una obligación.
Terminamos distanciándonos de ellos; y entonces nos vemos obligados a enfrentar la soledad, las sorpresas con las curvas desconocidas, los problemas con la bicicleta. Y, al cabo de algún tiempo, empezamos a preguntarnos si merece la pena tanto esfuerzo.
Sí que vale la pena. Tan sólo hay que perseverar.
Y por si esto fuera poco, si parásemos de pedalear, acabaríamos cayéndonos.
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En uno de sus raros escritos, el sabio sufí Hafik comenta la idea de Viaje:
«Acepta con sabiduría el hecho de que el Camino está lleno de contradicciones. El Camino muchas veces se niega a sí mismo, para estimular al viajero a descubrir lo que hay más allá de la próxima curva.
»Si dos compañeros de viaje están siguiendo el mismo método, esto significa que uno de ellos se encuentra en la pista falsa. Porque no existen fórmulas para alcanzar la verdad del Camino, y cada cual necesita correr los riesgos de sus propios pasos.
»Sólo los ignorantes intentar imitar el comportamiento de los otros. Los hombres inteligentes no pierden su tiempo con esto, y desarrollan sus habilidades personales; saben que no existen dos hojas iguales en un bosque de cien mil árboles. No existen dos viajes iguales en el mismo Camino».
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