Edición nº 224

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Veinte años después: Ave Fénix

Veinte años después: Ave Fénix

Recorriendo el Camino de Santiago veinte años después de la peregrinación que dio origen a mi primer libro, paro en Villafranca del Bierzo. Allí, una de las figuras más emblemáticas del recorrido, Jesús Jato, construyó un refugio para peregrinos. Vinieron las gentes de la aldea, y pensando que Jato era un brujo, incendiaron el lugar. Él no se dejó intimidar y, junto a Mari Carmen, su mujer, volvió a empezar desde el principio. Al lugar le cambiaron entonces el nombre y lo llamaron Ave Fénix, el pájaro que renace de sus cenizas.

Jato es bien conocido por preparar la “queimada”, un tipo de bebida alcohólica de origen celta, que se bebe en una especie de ritual, también celta. En esta fría noche de primavera, se encuentran en el Ave Fénix una canadiense, dos italianos, tres españoles y una australiana.

Y Jato les cuenta a todos algo que me ocurrió a mí en 1986, y que no me atreví a incluir en el libro El peregrino de Compostela (Diario de un mago)convencido de que los lectores no se lo creerían.

-Un cura local pasó por aquí, avisando que un peregrino había pasado por Villafranca esa mañana y no había llegado a Cebreiro (la etapa siguiente), por lo que no cabía duda de que debía de encontrarse perdido por el bosque – dijo Jato -. Fui a buscarlo, y conseguí encontrarlo dos horas más tarde, durmiendo en una caverna. Era Paulo. Cuando lo desperté, él se quejó: “¿Es que no voy a poder dormir ni siquiera una hora en este camino?”. Le expliqué que no dormía hace apenas una hora, sino que llevaba allí más de un día.

Lo recuerdo como si hubiese ocurrido hoy: me sentía cansado y deprimido, decidí parar un poco, descubrí la caverna, me tumbé en el suelo. Cuando abrí los ojos y vi a este sujeto, estaba seguro de que tan sólo habían pasado algunos minutos, porque ni siquiera había cambiado de posición. Nunca he llegado a entender exactamente cómo ocurrió tal cosa, y tampoco le busco explicaciones: he aprendido a convivir con el misterio.

Todos bebemos la “queimada”, acompañando a Jato en sus “¡uuuh!” mientras él pronuncia los versos ancestrales. Al final, la canadiense se me acerca.

-No soy el tipo de persona que anda a la búsqueda de tumbas de santos, ríos sagrados, lugares milagrosos o apariciones. Para mí, peregrinar es celebrar. Tanto mi padre como mi madre murieron jóvenes, de paro cardíaco, y tal vez yo tenga propensión a lo mismo.

»Por lo tanto, como tal vez parta pronto de esta vida, necesito conocer el mundo al máximo, y obtener toda la alegría que merezco.

»Cuando murió mi madre, yo me prometí a mi misma alegrarme siempre que saliera el sol cada mañana. Mirar hacia el futuro, pero nunca sacrificar el presente por esta razón. Cuando el amor se cruzase en mi camino, aceptarlo siempre. Vivir cada minuto, jamás dejar para más tarde algo que pudiera alegrarme.

Me acuerdo de 1986, cuando yo también lo dejé todo para realizar este recorrido que acabaría cambiándome la vida. En aquella época, mucha gente me criticó, pensado que era una locura. Tan sólo mi mujer me brindó el apoyo necesario. Me dice la canadiense que había ocurrido lo mismo con ella, y me entrega un texto que lleva consigo:

-Es parte del discurso que el presidente norteamericano Theodore Roosevelt pronunció en la Sorbona de París el 23 de abril de 1910.

Leo lo que está escrito en el papel:

El crítico no aporta absolutamente nada: todo lo que hace es apuntar con dedo acusador en cuanto el fuerte se tropieza y cae, o cuando comete un error mientras está trabajando en algo. El verdadero mérito lo tiene quien está en la arena, con la cara sucia de polvo, sudor y sangre, luchando con arrojo.

El verdadero mérito lo tiene el que se equivoca, el que falla, pero que poco a poco va dando en el clavo, porque no hay esfuerzo sin error. Éste conoce el gran entusiasmo, la gran devoción, y está empleando su energía en algo que merece la pena. Éste es el verdadero hombre, que en la mejor de las hipótesis conocerá la victoria y la conquista, y que, en la peor, caerá. Pero hasta en su caída será grande, porque vivió con valentía, y estuvo por encima de aquellas almas mezquinas que nunca conocieron ni victorias ni derrotas.

 

La concha como símbolo

El día en que el barco con los restos mortales de Tiago llegaba a Galicia, una fuerte tempestad amenazaba con aplastarlo contra las rocas de la costa.

Un hombre que pasaba por allí, al ver aquello, entra en el mar con su caballo para intentar ayudar a los navegantes. No obstante, también él se convierte en víctima de la furia de los elementos, y empieza a ahogarse. Pensando que todo está perdido, pide a los cielos piedad para su alma.

En ese momento, la tempestad se calma, y tanto el barco como el caballero son gentilmente conducidos hasta una playa. Allí, los discípulos Atanasio y Teodoro se dan cuenta de que el caballo está cubierto de cierto tipo de conchas, conocidas también como “vieiras”.

En homenaje al heroico gesto, esta concha pasa a ser el símbolo del Camino, y se puede encontrar en muchos edificios a lo largo de la ruta, y en los puentes, y en los monumentos, pero, sobre todo, en las mochilas de los peregrinos.

 

Intentando engañar al destino

En su camino hacia Galicia, durante la Reconquista (guerras religiosas que concluyeron con la expulsión de los árabes de la Península Ibérica), el emperador Carlo Magno se enfrenta a las tropas de un traidor en las proximidades de Monjardín. Antes de la batalla, reza a Santiago, que le revela el nombre de 140 soldados que van a morir en la batalla. Carlo Magno deja a estos hombres en el campamento, y marcha a la lucha.

Al final de esa tarde, victorioso y sin ni una sola baja en su ejército, regresa y descubre que el campamento ha sido incendiado, y que los 140 hombres están muertos.

 

El Pórtico de la Gloria

Al llegar a Santiago de Compostela, el caminante debe seguir una serie de rituales, entre ellos, apoyar la mano en un bellísimo pórtico situado en la entrada principal de la iglesia. Cuenta la leyenda que dicha obra de arte fue encargada por el rey Fernando II, en 1187, a un artesano encargado que se llamaba Mateus.

Durante años, él trabajó el mármol, esculpiendo incluso su propia figura, de rodillas, en la parte trasera de la columna central.

Cuando Mateus concluyó su obra, los habitantes de la ciudad decidieron perforarle los ojos, para que nunca pudiese repetir semejante maravilla en ningún otro lugar del mundo.

 
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