Edición nº 210

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Conviviendo con los demás

Conviviendo con los demás

Continúe en el desierto

-¿Por qué vive usted en el desierto?

-Porque no consigo ser lo que deseo. Cuando empiezo a ser yo mismo, las personas me tratan con falsa reverencia. Cuando soy verdadero en lo que concierne a mi fe, entonces las mismas personas empiezan a desconfiar. Todos se creen más santos que yo, pero se fingen pecadores por miedo a insultar mi soledad. Procuran mostrar continuamente que me consideran un santo, y de esta manera se transforman en emisarios del demonio, tentándome con el Orgullo.

-Su problema no es intentar ser quien realmente es, sino aceptar a los demás como son. Y si va a continuar actuando así, lo mejor será que continúe en el desierto –dijo el caballero, alejándose.

 

Perdonando a los enemigos

El abad le preguntó a su alumno preferido cómo andaba su progreso espiritual. El alumno respondió que estaba consiguiendo dedicarle a Dios todos los momentos del día.

-Entonces, ya sólo te falta perdonar a tus enemigos.

El muchacho se quedó desconcertado:

-¡Pero si yo no odio a mis enemigos!

-¿Tú crees que Dios está enfadado contigo?

-¡Claro que no!

-Y de todas maneras tú imploras Su perdón, ¿no es verdad? Pues haz lo mismo con tus enemigos, aunque no los odies. El que perdona está lavando y perfumando su propio corazón.

 

Por qué dejar al hombre para el sexto día

Un grupo de sabios se reunió para discutir la obra de Dios; querían saber por qué no había creado al hombre hasta el sexto día.

-Él quería organizar bien el Universo antes, de manera que pudiésemos disponer de todas las maravillas de la creación– dijo uno.

-Él quiso primero hacer algunas pruebas con animales, para luego no cometer los mismos errores con nosotros –sostenía otro.

En esos momentos llegó al encuentro un sabio judío, y se le comunicó el tema de la discusión:

-Y en su opinión, ¿por qué Dios esperó al sexto día para crear al hombre?

-Es muy sencillo –comentó el sabio. –Para que, cuando nos asaltase la vanidad, pudiésemos pensar: hasta el insignificante mosquito tuvo prioridad en la labor Divina.

 

El reino de este mundo

Un viejo ermitaño fue invitado en cierta ocasión a ir a la corte del rey más poderoso de su tiempo.

-Yo envidio a los hombres santos, que se conforman con tan poco –comentó en soberano.

-Yo le envidió a Su Majestad, que se contenta con menos aún que yo. Yo tengo la música de las esferas celestes, tengo los ríos y las montañas del mundo entero, y tengo la luna y el sol, porque llevo a Dios en mi alma. Su Majestad, sin embargo, apenas tiene este reino.

 

Cuál es el mejor camino

Cuando preguntaron al abad Antonio si el camino del sacrificio conducía al cielo, respondió:

- Existen dos caminos de sacrificio. El primero es el del hombre que mortifica la carne y hace penitencia porque piensa que estamos condenados. El hombre que sigue este camino se siente culpable y se juzga indigno de vivir feliz.

“El segundo camino es el que recorre aquél que, aun sabiendo que el mundo no es perfecto como deseamos, reza, hace penitencia, ofrece su tiempo y su trabajo para mejorar lo que le rodea. Entiende que la palabra sacrificio viene de sacro oficio, el oficio sagrado. En este caso, la Presencia Divina le ayuda todo el tiempo, y él consigue resultados en el cielo”.

 

El trabajo de la labranza

El muchacho atravesó el desierto y llegó finalmente al monasterio de Sceta. Una vez allí, solicitó presenciar una de las charlas del abad, y obtuvo permiso para ello.

Aquella tarde, el abad reflexionó sobre la importancia del trabajo de labranza.

Al final de la charla, el muchacho le comentó a uno de los monjes.

-Me he quedado muy impresionado. Pensé que escucharía un sermón iluminado sobre las virtudes y los pecados, y el abad sólo hablaba de tomates, irrigación y cosas por el estilo. En el lugar de donde vengo, todos creen que Dios es misericordia, que basta con rezar.

El monje sonrió y respondió:

- Aquí nosotros pensamos que Dios ya hizo su parte, y que ahora nos toca a nosotros continuar el proceso.

 
Edición nº 210
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