Edición nº 206
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La montaña mágica
Creo que una de las más bellas regiones del mundo es el Languedoc, una parte de los Pirineos que se encuentra al sudoeste de Francia. He estado allí algunas veces, y me han impresionado sus valles, montañas, vegetación y ríos. Sin embargo, como el ser humano es absolutamente imprevisible, fue precisamente en este magnífico lugar donde nació la primera gran “herejía” europea: el catarismo.
Se han escrito muchos libros sobre el tema. No obstante, se puede resumir la filosofía cátara en una frase muy sencilla: el Universo fue creado por el demonio. Toda esta belleza aparente es una obra diabólica.
Según la enciclopedia, los cátaros creían en la existencia de dos dioses, un dios del bien (Dios) y otro del mal (Satán), que había creado el mundo material. Eso les llevó a hacer votos de castidad, pues se negaban a procrear y dar más adeptos al diablo. Se llamaban a sí mismos “perfectos,” y estaban dispuestos al martirio para probar la importancia de su creencia.
El final simbólico del movimiento, que desencadenó las primeras cruzadas de las que se tiene noticia, tuvo lugar el día 15 de marzo de 1244 en la fortaleza de Montségur: después de un prolongado asedio, durante el cual se les dio a elegir entre la conversión al catolicismo o la muerte, aproximadamente 250 “perfectos”, hombres, mujeres y niños, bajaron la montaña cantando y se tiraron a las llamas de la hoguera encendida con esa finalidad.
Durante mucho tiempo me interesé por el catarismo. En 1989 conocí a Brida O’Fern (más tarde, personaje de uno de mis libros), que había sido cátara en una encarnación anterior. A comienzos de aquel mismo año había conocido a Mónica Antunes, en aquella época sólo amiga mía, y hoy todavía amiga mía y agente literaria.
Como yo necesitaba, por razones espirituales, hacer el camino cátaro (una ruta que une los castillos/fortalezas de los “perfectos”), la invité a tomar parte en un trecho del recorrido.
Mónica y yo llegamos al pie de la montaña de Montségur en una tarde de agosto: habíamos planeado subirla al día siguiente. Después de comer fuimos a charlar al lugar donde se había encendido la hoguera, casi 800 años antes (indicado por un insignificante monumento). El cielo estaba encapotado, con nubes tan bajas que ni siquiera podíamos ver las ruinas en lo alto del gigantesco peñasco. Para provocar a Mónica, dije que tal vez sería interesante subir aquella misma noche. Ella respondió que no, y yo me sentí aliviado: ¿y si hubiera dicho que sí?
En ese momento, para un coche, de la misma marca y color que el mío. Sale de él un irlandés y pregunta, como si fuéramos de la región, por dónde se puede subir a la roca. Le sugiero que lo haga con nosotros al día siguiente, pero él está decidido a subir esa misma noche: quiere ver la salida del sol allá en la cima, dice que tal vez él también fue cátaro en una vida anterior. ¿Podríamos prestarle una linterna?
Y todo parece encajar: Brida, la obligación de hacer el camino cátaro, la broma minutos antes con Mónica, y ahora aquel hombre allí, con un coche igual al mío. Es una señal. Voy al hotel de la aldea donde estamos hospedados y consigo una linterna, la única que hay.
Mónica parece asustada, pero yo le digo que debemos seguir adelante. Señales, son las señales, le digo. El recién llegado pregunta dónde está el camino. No importa, respondo, basta con subir. El camino es ir hacia la cima.
Y durante un tiempo que no consigo recordar, los tres escalamos por la noche una montaña que no conocemos, y donde la nieve sólo nos permite ver unos palmos delante de nosotros. Finalmente, atravesamos las nubes, el cielo se llena de estrellas, hay luna llena, y, delante de nosotros, la puerta de la fortaleza de Montségur.
Entramos, contemplamos las ruinas. Admiro la belleza del firmamento, me pregunto cómo llegamos allí sin ningún percance, pero pienso que es mejor dejarse de preguntas y tan sólo admirar el milagro. Los cátaros contemplaban este mismo cielo, y aun así pensaban que todas estas estrellas eran obra del demonio. Jamás entenderé a los cátaros, por mucho que respete la integridad con la que se entregaban a su fe.
Volví a Montségur y subí la montaña en otras ocasiones, pero nunca más conseguí encontrar el camino que tomamos aquella noche de agosto de 1989.
Los misterios existen.
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