Edición nº 192

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La segunda oportunidad

La segunda oportunidad

Las Sibilas, hechiceras capaces de prever el futuro, vivían en la antigua Roma. Cierto día, una de ellas apareció en el palacio del emperador Tiberio con nueve libros; dijo que allí estaba escrito el futuro del Imperio, y pidió diez talentos de oro por los textos. A Tiberio le pareció un precio elevadísimo y no los quiso comprar.

La Sibila se marchó, quemó tres libros, y regresó con los seis restantes. “Cuestan diez talentos de oro”, dijo. Tiberio soltó una carcajada, y la echó del palacio. ¿Cómo se atrevía a vender seis libros por el precio de nueve?

La sibila quemó tres libros más y volvió ante Tiberio sólo con los tres volúmenes que habían restado: “También cuestan diez talentos de oro”. Intrigado, Tiberio acabó comprando los tres volúmenes, y sólo pudo leer una pequeña parte del futuro.

Estaba contándole esta historia a Mônica, mi agente y amiga, mientras íbamos en coche a Portugal, y al terminar me di cuenta de que estábamos pasando por Ciudad Rodrigo, en la frontera con España. Justamente allí, cuatro años atrás, alguien me había ofrecido un libro, y yo no lo había querido comprar.

Durante el primer viaje de divulgación de mis libros en Europa, había decidido almorzar en aquella ciudad. Después fui a visitar la catedral y encontré a un padre. “Vea como el sol del atardecer hace todo más bonito aquí adentro”, me dijo. Me gustó el comentario, conversamos un poco, y él me guió por los altares, claustros y jardines interiores del templo. Al final, me ofreció un libro que había escrito sobre la iglesia, pero yo no lo quise comprar. Cuando salí, me sentí culpable; yo era escritor, estaba en Europa tratando de vender mi trabajo: ¿por qué no comprar el libro del padre, por solidaridad? Pero después olvidé el episodio. Hasta aquel momento.

Paré el coche; no me había acordado de la historia de los libros sibilinos por casualidad. Nos dirigimos a la plaza que hay frente a la iglesia, donde una mujer estaba mirando al cielo.

- Buenas tardes. Estoy buscando a un padre que escribió un libro sobre esta iglesia.

- Ese padre, que se llamaba Estanislao, se murió el año pasado – me respondió ella.

Sentí una inmensa tristeza. ¿Por qué no habría dado yo al padre Estanislao la misma alegría que sentía yo cuando veía a alguien con uno de mis libros?

Fue uno de los hombres más bondadosos que conocí – continuó la mujer. Venía de familia humilde, pero llegó a ser especialista en arqueología. Ayudó a conseguir para mi hijo una beca en el colegio.

Le comenté a ella lo que me había llevado allí.

- No se culpe inútilmente, hijo mío – dijo. Vaya a visitar otra vez la catedral.

Pensé que era una señal, e hice lo que me mandaba.

Sólo había un padre en un confesionario, esperando a los fieles que no acudían. Me dirigí hacia él, que me hizo una seña para que me arrodillase, pero yo le interrumpí.

- No quiero confesarme; sólo vine a comprar un libro sobre esta iglesia, escrito por un hombre llamado Estanislao.

Los ojos del padre brillaron. Salió del confesionario y volvió minutos después con un ejemplar.

- Qué alegría que haya venido para esto! – me dijo. – ¡Soy hermano del padre Estanislao, y esto me llena de orgullo! ¡Él debe de estar en el cielo, contento al ver que su trabajo es apreciado!

Con tantos padres por allí, yo había encontrado justamente al hermano de Estanislao. Pagué el libro y le agradecí. Él me abrazó. Cuando iba saliendo, escuché su voz.

- Vea como el sol del atardecer hace todo más bonito aquí adentro – me dijo.

Eran las mismas palabras que el padre Estanislao me había dicho cuatro años antes. Siempre hay una segunda oportunidad en la vida.

 
Edición nº 192
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