Edición nº 121

Yo no soy feliz

Yo no soy feliz

     Uno de los comentarios más frecuentes en cualquier entrevista es:
      -...y ahora que es usted una persona feliz...
      Lo cual provoca una inmediata reacción:
      -¿He dicho yo que soy feliz?
      No soy feliz, y la búsqueda de la felicidad, como objetivo principal, no forma parte de mi mundo. Evidentemente, como ser humano que soy, hago aquello que me gusta hacer. A causa de ello, me han internado tres veces en un hospital psiquiátrico, he pasado pocos pero terribles días en los sótanos de las dependencias militares durante la dictadura en Brasil, he perdido y he ganado amigos y amantes con la misma velocidad. En su día me metí por caminos que, si hoy pudiese volver atrás, tal vez evitaría, pero siempre había algo que me empujaba hacia delante, y desde luego no era la búsqueda de la felicidad. Lo que me interesa en la vida es la curiosidad, los desafíos, el buen combate con sus victorias y sus derrotas. Llevo encima muchas cicatrices, pero también momentos que jamás habría vivido si no me hubiese aventurado más allá de mis límites. Me enfrento a mis temores y a mis momentos de soledad, y pienso que una persona feliz jamás pasa por eso.
     Pero todo ello no tiene la menor importancia: estoy contento. Y alegría no es sinónimo de felicidad (que para mí se parece más a una larga tarde de domingo, donde no existe ningún desafío), sino tan sólo el descanso que en unas pocas horas se convierte en tedio, los mismos programas de televisión al final de la tarde, la perspectiva del lunes esperándonos con su rutina.
     Digo todo esto porque me ha sorprendido el tema de portada de una revista americana de gran prestigio, generalmente dedicada a asuntos políticos. El tema era: “La ciencia de la felicidad: ¿está en su sistema genético?” Aparte de las cosas de siempre (tablas con estadísticas sobre países más felices o menos felices, estudios sociológicos sobre la búsqueda del sentido de la vida por parte del hombre, ocho pasos para encontrar la armonía), el artículo hacía algunas observaciones interesantes que me hicieron ver, por primera vez, que no soy el único en mi modo de pensar:
     A] Los países donde la renta per cápita está por debajo de 10.000 dólares al año, son países donde la mayoría de la gente no es feliz. Sin embargo, se descubre que, a partir de ahí, la diferencia económica ya no es tan importante. Un estudio científico realizado con las 400 personas más ricas de los Estados Unidos demuestra que estas son sólo ligeramente más felices que aquellas que ganan 20.000 dólares. Conclusión lógica: aunque es evidente que la pobreza es algo inaceptable, el viejo dicho “el dinero no da la felicidad” es algo que se puede demostrar de modo científico en los laboratorios.
     B] La felicidad es sólo uno de los trucos que utiliza nuestro sistema genético con el fin de cumplir su único papel: la supervivencia de la especie. Así, para obligarnos a comer o a hacer el amor, es necesario asociar a ello un elemento llamado “placer.”
     C] Por mucho que la gente se declare feliz, nadie está nunca del todo satisfecho: siempre hay que conquistar a una mujer más bonita, comprar una casa más grande, cambiar de coche, desear aquello que no se tiene. También eso es una manifestación sutil del instinto de supervivencia: en el momento en que las personas se sintieran plenamente felices, nadie se atrevería a hacer nada diferente, y el mundo dejaría de evolucionar.
      D] Por eso, tanto en el plano físico (comer, hacer el amor) como en el emocional (desear siempre aquello que no se tiene), la evolución del ser humano ha dictado una regla importante y fundamental: la felicidad no puede durar. Siempre consistirá en momentos, de modo que jamás podamos acomodarnos en una poltrona y limitarnos a contemplar el mundo.
      Conclusión: es mejor olvidar esa idea de buscar la felicidad a toda costa, e ir en busca de cosas más interesantes, como los mares desconocidos, las personas extrañas, los pensamientos provocadores, las experiencias arriesgadas. Sólo de esa manera viviremos enteramente nuestra condición humana, contribuyendo a una civilización más armoniosa y más en paz con las otras culturas. Por supuesto, todo eso tiene un precio, pero vale la pena pagarlo.

 
Edición nº 121