Edición nº 120

Los secretos del sótano

Los secretos del sótano

     Una vez al año viajo a la abadía benedictina de Melk, en Austria, para participar en los Encuentros Waldzell, una iniciativa de Gundula Schatz y Andreas Salcher. Allí pasamos todo el fin de semana, en una especie de retiro, en compañía de premios Nobel, científicos, periodistas, dos decenas de jóvenes, y algunos invitados. Cocinamos, paseamos por los jardines del conjunto monumental (el cual inspiró El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco), y conversamos de forma distendida sobre el presente y el futuro de nuestra civilización. Los hombres duermen en el monasterio, y las mujeres se hospedan en hoteles próximos.
     En el encuentro de 2005 hubo todo lo que cabía esperar, y destacaron los apasionados debates, con momentos de alegría y otros de confrontación. Casi todos los invitados volvieron a sus países la noche del domingo. Pero como al día siguiente los organizadores y yo teníamos que participar en la inauguración de la parte austríaca del Camino de Santiago, y teníamos que pernoctar en la abadía, el padre Martín nos invitó a comer en su “lugar secreto.”
     Descendimos, excitados, a los subterráneos del antiguo edificio. Se abrió una antigua puerta, y nos encontramos en un gigantesco salón, donde había de todo, o prácticamente todo lo que se había ido acumulando a lo largo de los siglos, y de lo cual el padre Martín se negaba a deshacerse. Viejas máquinas de escribir, esquíes, cascos de la Segunda Guerra Mundial, herramientas antiguas, libros fuera de circulación, y ¡botellas de vino! Decenas, cientos de botellas de vino cubiertas de polvo, de las que, a medida que transcurría la comida, el abad Burkhard, que nos acompañaba, iba seleccionando lo mejor. Considero a Burkhard uno de mis mentores espirituales, aunque jamás hayamos intercambiado más de dos frases (él sólo habla alemán). Sus ojos expresan bondad, su sonrisa demuestra una inmensa compasión. Recuerdo que en una ocasión fue el encargado de presentarme en una conferencia, y para espanto de todos, escogió una cita de mi libro Once Minutos (que trata de sexo y prostitución).
     Mientras comía, era plenamente consciente de que estaba viviendo un momento único, en un lugar único. De repente, me di cuenta de algo muy importante: Todas aquellas cosas que había en la bodega estaban en orden, tenían sentido, eran parte del pasado, pero completaban la historia del presente.
     Y me pregunté: ¿qué hay, en mi pasado, que esté en orden, y que yo ya no utilice?
     Mis experiencias forman parte de cada día, no están en la bodega, sino que siguen actuando y ayudándome. Entonces, hablar de experiencia sería errado. ¿Cuál es la respuesta correcta?
     Mis errores.
     Sí. Al mirar la bodega de la abadía de Melk, y comprender que no todo lo que ya no se usa debe ser descartado, me di cuenta de que en la bodega de mi alma estaban mis errores; un día me ayudaron a encontrar el camino, pero en cuanto hube tomado consciencia de ellos, dejaron de tener utilidad alguna. Sin embargo, deben acompañarme, de modo que no pueda olvidar que por causa de ellos resbalé, caí, y apenas tuve fuerzas para levantarme de nuevo.
     Aquella noche, al volver a mi celda de clausura, hice una relación. A continuación, dos ejemplos:
     A] La arrogancia de la juventud. Siempre que fui rebelde, busqué un nuevo camino, y eso era positivo. Pero cada vez que fui arrogante, pensando que los más viejos no sabían nada, dejé de aprender muchas cosas.
     B] Olvidar a los amigos. He tenido muchos altibajos. Pero en mi primer momento “alto”, creí que había cambiado de vida, y decidí rodearme de gente nueva. Claro, en la caída que siguió, los recién llegados desaparecieron, y ya no podía recurrir a los antiguos compañeros. Desde entonces, procuro conservar la amistad como algo que no cambia con el tiempo.
     La lista es inmensa, pero el espacio de la columna es limitado. Sin embargo, aunque mis errores ya me hayan enseñado todo lo necesitaba aprender de ellos, es importante que sigan en el sótano de mi alma. Así, cuando de vez en cuando bajo allí en busca del vino de la sabiduría, puedo contemplarlos, aceptar que son parte de mi historia, que son los cimientos de la persona que soy ahora, y que tengo que cargar con ellos, por muy bien ordenados (o resueltos) que estén.
     En caso contrario, corro el riesgo de repetir todo de nuevo.

En lo más oscuro del corazón
     Días después de escribir el texto anterior y enviarlo a Austria, recibí una carta del abad Dr. Burkhard Ellegast, OSB. A continuación, algunas de sus reflexiones:
     “Muchas veces nos preguntamos: ¿cómo pudo sucedernos eso? De repente, me vi rodeado de gente dispuesta a reflexionar sobre el significado de la vida. ¿Qué podría yo decirles a esas personas, si todo cuanto ha tenido lugar en mi existencia ha sido entrar en un convento siendo aún joven, y más tarde estar a cargo de la abadía durante 26 años?
     “Pienso que la gente me miraba como si yo tuviera respuesta para todo. Pero lo único que hice fue hablar un poco de mí mismo. Dije que mi fe basta para mantenerme vivo y con entusiasmo por seguir adelante, a pesar de los momentos de pesimismo. Expliqué entonces mi lema: si diera un paso en falso y me viera arrastrado hacia el abismo, no me iría en silencio. Todos podrían verme gritando, pataleando, agitando un trozo de tela, para que los que me vieran no cometieran el mismo error.
     “Gracias a este lema, sé que difícilmente llevaré a otros a errar conmigo, por lo que puedo dominar el miedo y arriesgarme a dirigir mi nave a través de aguas desconocidas. Sé, claro está, que si empezara a ahogarme, a pesar del ruido que haría, todavía podría levantar mi mano y pedir: ¡Por favor, Señor, ayúdame! Sin lugar a dudas sería escuchado, y un nuevo camino se abriría ante mí.
     “En su artículo, Paulo Coelho comenta que se sorprendió al ver que yo lo presentaba con un fragmento de su libro Once Minutos. Se trataba de un fragmento perteneciente al diario de la protagonista, en el que esta cuenta la historia de un hermoso pájaro que tenía la costumbre de visitarla. Ella lo admiraba tanto que un día decidió enjaularlo, para poder así tener su canto y su belleza siempre presentes. Con el paso de los días, se acostumbró a su nueva compañía, y perdió el deslumbramiento que le producía esperar a aquella alma libre que la visitaba de vez en cuando, por su propia voluntad. El pájaro, por su parte, no era capaz de cantar en cautividad, y acabó muriendo. Sólo entonces comprendió ella que el amor necesitaba de la libertad para extraerle todo su encanto, aunque la libertad traiga consigo riesgos.
     “Tenemos la tendencia a buscar la cautividad porque estamos acostumbrados a ver la libertad como algo que no tiene fronteras ni responsabilidades. Debido a ello, terminamos siempre intentando esclavizar todo aquello que amamos, como si el egoísmo fuese la única forma de mantener nuestro mundo en equilibrio. El amor no limita, sino que amplía nuestros horizontes; podemos ver claramente lo que hay afuera, y podemos ver más claramente aún los lugares oscuros de nuestro corazón.
     “Pese a no hablar inglés, pude entender todo lo que decían los ojos y los gestos del señor Coelho. Aún recuerdo cuando me preguntó, por medio de uno de los presentes, qué debía hacer a continuación. Entonces le respondí: siga buscando. “Y aun cuando encuentre lo que busca, no deje de buscar, con entusiasmo y curiosidad. A pesar de los errores que eventualmente pueda cometer, el amor es más fuerte, permite que el pájaro vuele en libertad, y cada paso no será más que un movimiento hacia delante, pero llevará dentro de sí todo un camino nuevo.”

 
Edición nº 120