Edición nº 119

Más historias de amigos y desconocidos

Más historias de amigos y desconocidos

La holandesa en el club
     En 1982, aunque disfrutaba de un buen empleo en una discográfica y ganaba mucho dinero escribiendo letras de canciones, me sentía profundamente desgraciado. Peor aún: como la vida era generosa conmigo, me sentía también culpable. Así que decidí dejarlo todo y recorrer el mundo hasta encontrar un sentido a mi existencia.
     En mis andanzas, pasé una temporada en Amsterdam, en los Países Bajos, que era entonces símbolo de una completa y total libertad en todos los sentidos. Allí empecé a frecuentar el Kosmos, una especie de club donde se reunían personas con las que sentía cierta afinidad.
     Una noche, una holandesa me preguntó cómo era Brasil.
      Comencé a hablar de nuestros problemas: la dura represión del régimen militar, las desigualdades sociales, la miseria, la violencia.
      -Pero tú vives en el mejor lugar del mundo –añadí-. ¿Qué siente uno al levantarse todos los días en el paraíso?
     La holandesa permaneció mucho tiempo en silencio. A continuación respondió:
      -Es horrible. Aquí todo es perfecto, no queda ya ningún desafío, ninguna emoción. Ojalá tuviese yo tus problemas. Así volvería a sentirme parte de la humanidad.

Con los ojos del alma
     El escritor argentino Jorge Luis Borges, cuando tenía ya ochenta años, visitó México. Me cuenta su editor que, tras varios días de charlas, conferencias y homenajes, Borges pidió una tarde libre para visitar las pirámides aztecas del Yucatán.
      El editor le advirtió de que se trataba de un viaje agotador, que había que hacer en taxi, en avión, en todoterreno. Borges no se dejó amilanar, y acabó organizándose un viaje para que el escritor fuese a Uxmal.
      Llegó casi al atardecer, tras un duro viaje. Se sentó frente a una pirámide del siglo X, y se estuvo una hora sin decir nada. Por fin, se levantó y dio las gracias a sus acompañantes: “gracias por esta tarde y este paisaje inolvidable.”
     Como sabemos, Borges era ciego. Pero esto no impidió que su alma comprendiese lo que había a su alrededor.

Una ermita en los Pirineos
      Poco después del lanzamiento de El Alquimista, tuve que pasar una temporada fuera de Brasil. Pero como el libro acababa de salir, y mi editor en aquella época no parecía muy entusiasmado, no podía dejar de preocuparme por cómo iban las cosas en mi país.
     Un buen día, en una ermita en los Pirineos, encontré un texto grabado en una pared. Convencido de que aquel mensaje había sido escrito para mí, lo copié en mi cuaderno de viaje y empecé a repetir aquellas frases todas las mañanas. Poco a poco fue volviendo la paz a mi espíritu y pude finalmente disfrutar de mi viaje.
     He aquí lo que vi escrito en la pequeña capilla:
     "Si realmente fueses un niño, un auténtico niño, en lugar de preocuparte por lo que no puedes hacer, contemplarías la Creación en silencio. Te acostumbrarías a mirar con calma el mundo, la naturaleza, la historia, el cielo.
     "Si realmente fueses un niño, en este momento estarías cantando aleluya a las cosas que tienes delante. Entonces, libre de las tensiones, de los miedos, y de las preguntas inútiles, aprovecharías este tiempo para esperar, curioso y paciente, el resultado de las cosas en las que tanto amor pusiste" (Carlos Caretto, ermitaño italiano).

En un mercado de Rio
     Un padre de la Iglesia de Copacabana esperaba pacientemente su turno para comprar carne en el supermercado, cuando una mujer intentó colarse en la fila.
     Comenzó entonces un festival de agresiones verbales por parte de los otros parroquianos, a los que la mujer respondía con idéntica vehemencia.
      Cuando el clima se hizo insoportable, alguien gritó:
     "Eh, señora, Dios la ama.”
     "Fue impresionante,” cuenta el padre. “En un momento en el que a todos los movía el odio, alguien habló de amor. En ese mismo momento, la agitación desapareció como por encanto. La mujer se dirigió a su lugar correcto en la fila, y los parroquianos se disculparon por haber reaccionado tan agresivamente.”

Nunca es tarde
     Joyce es una fotógrafa australiana, especializada en vida salvaje.
     "Cuando cumplí 60 años, pensé que la vida había terminado para mí,” cuenta. Mis hijos ya estaban crecidos, y mis nietos ya no me tenían en cuenta. Un día, decidí acompañar a mi hijo en un viaje al desierto central de Australia. Acampamos, y como no había nada que hacer, ni nadie cerca, decidí emborracharme por primera vez en mi vida. Después de la segunda copa, cogí una cámara de vídeo y me puse a filmar. Filmé el cielo, la tienda, todo lo que me apetecía. Pero estaba tan borracha, que me caí al suelo con la cámara. Me quedé allí unos instantes, y me fijé en una fila de hormigas caminando a mi lado. Era como si pudiese oír sus pasos, como si aquello fuese parte de un mundo en el que nunca había reparado. Filmé las hormigas caminando y descubrí mi vocación.”
     Cuando conversamos, hace ya algunos años, Joyce tenía 71 años.

 
Edición nº 119