Edición nº 116
Al final del negro túnel
-Sólo vi un túnel.
En el bar de Sibiu, en Transilvania, Sorin me mira a lo más profundo de los ojos. Continúa.
-Vi un túnel negro con un hombre al fondo, que me hacía señales.
Espero. Tenemos todo el tiempo del mundo y recuerdo que, cuando yo me encontraba en la misma situación, también vi un túnel, sólo que éste me llevaba a un hotel en Rio de Janeiro, el Hotel Gloria. Miré aquel hotel, esperé lo peor, y pensé: “no es justo: ¡sólo tengo 26 años!” Justo o no, en la madrugada del 27 de mayo de 1974, estaba a las puertas de la muerte, y no veía lo que sucedía a mi lado. Sólo el túnel y el hotel. Pero mi historia no viene al caso; sólo sirve para señalar que entiendo perfectamente lo que Sorin me está contando en este bar perdido en mitad de los Cárpatos.
-Vi tan sólo un túnel negro, con un hombre que me apuntaba con un arma, y que me ordenaba que bajase del coche.
El calvario de Sorin Miscoci comenzó el 28 de marzo de 2005, cerca de Bagdad. Una cadena de televisión rumana lo había enviado allí por una semana. Terminó secuestrado durante 55 días.
-Más tarde, cuando me liberaron, los agentes de seguridad americanos me preguntaron cuántas personas había allí. Y yo les dije: una. Ellos se rieron y dijeron que no podía ser. Fue el psicólogo quien me ayudó, explicándome que en situaciones como aquélla, nada de lo que hay alrededor tiene importancia. Uno sólo ve el foco de la crisis, lo que le amenaza, y simplemente olvida el resto.
Sorin acaba de casarse con Andrea, que le acaricia la mano. Hace tres días que viajamos juntos, y seguiremos una semana más cruzando los Cárpatos. Yo conocía su historia, pero esperé a que estuviese en su ciudad natal para preguntarle por los detalles. Cristina Topescu, una vieja amiga, periodista de la misma cadena de televisión para la que trabaja Sorin, también está sentada a la mesa. Cuenta que, a la hora de movilizar al país, pocos colegas se presentaron para ir a hablar con el presidente de la república, por miedo a perder su puesto de trabajo.
-Lo peor fue cuando vi a Sorin con el mono naranja y la cabeza rapada, en un vídeo entregado al canal árabe Al Yazira –dice Cristina–. Era una señal de que la ejecución no tardaría.
-Sólo pedí una cosa a Dios: morir de un tiro al corazón. Había visto vídeos de prisioneros siendo decapitados; pedí, imploré que me fusilaran –añade Sorin.
Andrea le da un beso. Él sonríe, me pregunta si quiero continuar en ese restaurante, o si prefiero ir al único karaoke de Sibiu. Prefiero cortar ahí la conversación, mejor cantar juntos. Nuestro grupo se levanta, intento pagar la cuenta, pero nos invita la casa, en homenaje al héroe local, aquél que, a pesar de todo, sobrevivió.
Camino de la discoteca, pienso en el túnel negro: sin ánimo de teñir de romanticismo una situación dramática, entiendo que eso le pasa a todo el mundo. Cuando nos encontramos frente a algo que nos amenaza de veras, es imposible mirar alrededor, aunque ése sea el comportamiento más correcto y seguro. No somos capaces de ver con claridad, de usar la lógica, de conseguir información que pueda sernos de ayuda a nosotros y a los que intentan sacarnos de esa situación. En el amor y en la guerra somos humanos, gracias a Dios.
Llegamos al karaoke, bebemos un poco más, cantamos canciones de Elvis, de Madonna, de Ray Charles. Nuestro grupo es interesante: Lacrima, que fue abandonada cuando tenía sólo dos meses. Leonardo, que ha salido de una depresión que duró dos años. Cristina Topescu, que ha pasado recientemente por momentos difíciles. Sorin, con sus 55 días de cautiverio, y Andrea, que estuvo a punto de perder a la persona que ama. Yo, con mis cicatrices en el cuerpo y en el alma.
Y aun así bebemos, cantamos, celebramos la vida. Tener amigos como éstos me da algo más que esperanza; me hace entender que los verdaderos supervivientes jamás serán víctimas de sus verdugos, porque son capaces de mantener lo más importante que tiene el ser humano: la alegría.
Y donde hay alegría después de la tragedia, habrá siempre un ejemplo a seguir.