Edición nº 104
Las brujas y el perdón
El día 31 de octubre de 2004, aprovechando una ley feudal que sería abolida el mes siguiente, la ciudad de Prestopans, en Escocia, concedió el perdón oficial a 81 personas (y sus gatos) ejecutadas por prácticas de brujería entre los siglos XVI e XVII.
Según el portavoz oficial de los Barones de Prestoungrange y Dolphinstoun, “la mayoría había sido condenada sin ninguna prueba concreta, basándose tan sólo en testimonios que declaraban sentir la presencia de espíritus malignos.”
No vale la pena recordar de nuevo todos los excesos de la Inquisición, con sus cámaras de tortura y sus hogueras con llamas de odio y venganza. Pero hay algo en esta noticia que me tiene muy intrigado.
La ciudad, y el 14º Barón de Prestoungrange y Dolphinstoun están “concediendo el perdón” a personas que fueron ejecutadas brutalmente. Estamos en pleno siglo XXI, y los descendientes de los verdaderos criminales, aquellos que mataron a inocentes, todavía se arrogan el derecho de “perdonar.”
Mientras eso sucede, una nueva caza de brujas comienza a ganar terreno. Esta vez el arma ya no es el hierro candente, sino la ironía o la represión. Todos aquellos que, desarrollando un don (generalmente descubierto por azar), se atreven a hablar de su capacidad, son en su mayor parte mirados con desconfianza, o ven cómo sus padres, maridos y esposas les prohiben decir algo al respecto. Debido a mi interés desde joven por eso que se llaman “ciencias ocultas”, al final entré en contacto con muchas de estas personas.
Por supuesto, hubo más de un charlatán en el que creí. Dediqué mi tiempo y entusiasmo a “maestros” a los que más tarde se les cayó la careta, demostrando el absoluto vacío en el que se encontraban. De forma irresponsable, formé parte de ciertas sectas, practiqué rituales que me llevaron a pagar un alto precio. Todo ello en nombre de una búsqueda absolutamente natural en el hombre: la respuesta al misterio de la vida.
Pero encontré también personas que realmente eran capaces de lidiar con fuerzas que iban más allá de mi comprensión. Vi cómo se alteraba el tiempo, por ejemplo. Vi operaciones sin anestesia, y en una de esas ocasiones (justamente un día en que me había levantado con muchas dudas respecto al poder desconocido del hombre) puse el dedo dentro de la incisión hecha con un bisturí oxidado. Créanlo si quieren, o ríanse si ésa es la única forma de leer lo que estoy escribiendo: yo he visto metal transmutarse, cubiertos doblarse, luces brillando en el aire a mi alrededor, porque alguien había dicho que eso iba a suceder (y sucedió). Casi siempre estaba en compañía de testigos, generalmente incrédulos. La mayoría de las veces, estos testigos continuaron siendo escépticos, pensando siempre que todo aquello no era más que un “truco” bien elaborado. Otros decían que eran “cosa del diablo.” Por último, unos pocos creyeron que estaban presenciando fenómenos que iban más allá de la comprensión humana.
Todo eso pude verlo en Brasil, en Francia, en Inglaterra, en Suiza, en Marruecos, en Japón. ¿Y qué pasa con la mayoría de personas que consiguen, digamos, interferir en las leyes “inmutables” de la naturaleza? La sociedad siempre las considera un fenómeno marginal: si no se pueden explicar es que no existen. La gran mayoría de estas personas tampoco entiende por qué son capaces de hacer cosas tan sorprendentes. Y por miedo a ser tachadas de charlatanes, terminan ahogadas por sus propios dones.
Ninguna de esas personas es feliz. Todos esperan el día en que puedan ser tomados en serio. Todos esperan una respuesta científica para sus propios poderes (y, en mi opinión, no es ése el camino). Muchas ocultan su potencial, y terminan sufriendo, porque si se les dejara, podrían ayudar al mundo. En el fondo, creo que también ellos esperan el “perdón oficial” por ser tan diferentes.
Separando la cizaña del trigo, sin dejarnos desanimar por la gigantesca cantidad de charlatanería, creo que debemos preguntarnos de nuevo: ¿de qué somos capaces?
Y, con serenidad, ir en busca de nuestro inmenso potencial.